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Tal día como hoy de hace diez años, el músico moría en un portal del barrio de Malasaña
Los cómic, otra pasión de Enrique Urquijo. Aquí, leyendo un ejemplar de Metal Hurlant /ABC
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Enrique Urquijo en diez canciones:
Actualizado Martes , 17-11-09 a las 16 : 46
Cuando en la barra de tu bar (podía ser el Penta, la Vía, el Honky) ya ves demasiados vacíos a derecha e izquierda, cuando en el futbolín de tu vida hay demasiados muñecos rotos, sólo y sólo entonces te has hecho viejo, cuando “llega un momento en que te haces viejo de repente, sin arrugas en la frente, pero con ganas de morir”, como cantaron losCeltas Cortos.
Hace diez años, diez años tal día como hoy, ya de anochecida, en que nos hicimos viejísimos de repente, cuando en una calle del barrio, del suyo, del nuestro, del de casi todos, en Malasaña, calle del Espíritu Santo, Enrique Urquijo, alma, corazón y vida de Los Secretos durante tanto tiempo, de Los Problemas en las últimas temporadas, cruzaba su última frontera, solitario como casi siempre, a lomos del caballo de su desesperanza, perdido definitivamente el norte de su brújula y de sus días, ese norte que buscó sobre un escenario, y luego al bajarse (jamás fue vulgar, jamás) en el amor, en las canciones, esas canciones que siempre parecieron costurones en su vida y en la nuestra.
El alma agonizanteEn los garitos de aquellas madrugadas, cuando el cuerpo (y el alma, sobre todo el alma) de la «movida» ya agonizaba, nadie decía una mala palabra de Enrique, sólo alguien de vez en cuando le reprendía en voz alta por no cuidarse y amarse lo que todos habríamos querido. Pero Enrique (sobre)vivía, escribía, componía y amaba así, con la frente marchita y los sentimientos en carne viva, los estribillos a flor de piel. Parecía que se dejaba las entrañas en cada estrofa, en cada verso, como si fuese a ser la última, cuando menos, la penúltima, como si cada rima fuese para Canito, para su hija María («¡Agárrate fuerte a mí María, que esta noche es la más fría, Y no consigo dormir!»), para los amores que se fueron y que nunca ya más volverían, ¿verdad buena chica?.
Podía subirse a las tablas en estado de coma, y no había manera de encontrar un punto, ni siquiera suspensivo, por más que sus compañeros de Los Secretos, Jesús, Ramón, Juanjo y su hermano Álvaro lo intentaran, e intentaran. Como intentan ahora rendirle homenaje, diez años después, en cada concierto. Podía desaparecer en cualquier calleja oscura, en cualquier bareto de cualquier ciudad en mitad de una gira. Podía cundir el pánico (y a veces cundía) y olvidaba una, dos, tres letras. Podía chalar un buen rato con el Príncipe Felipe (en el Honky) y llamarle Juan Carlos todo el rato. Pero era un compositor exigente, un músico minucioso, un buen colega, aunque de vez en cuando anduviese por las nubes, por sus nubes, tan parecidas a las del amigo Antonio Vega.
Y aunque muchas veces parecía que se iba a desplomar si el viento arreciaba, amaba el deporte, el aire libre, los niños. Pero viéndole grabar con Los Problemas (vaya nombre, luego dicen que era un triste) apreciabas al músico atento, al profesional que todas las caza al vuelo y que es capaz de poner orden y concierto en una banda de doce colegas con solo un gesto. Buscó paraísos perdidos y si los encontró se perdió en ellos. Se lo jugó casi todo a una carta («Nada me importa saber si hicimos mal /por apostarnos la vida a un solo as», cantaba en «Corazones de cartón»), la de su música y su desconsuelo, que muchas veces fueron lo mismo. Pero fue un padrazo capaz de entrar en trance cuando Emmylou Harris puso su mano de reina del country sobre el vientre de su compañera, que esperaba a su hija María.
Fue una sombra que podías cruzarte por las madrugadas desasosegadoras y en bancarrota de Malasaña, podías verle en cualquier chiringo echándose un trago y emborronando una servilleta, que luego sería otra obra maestra, de ésas que te ponían el corazón en un puño. Una de ésas madrugadas fue la última. Hace hoy diez años. Tenía 39. Se fue uno de los más grandes compositores de nuestra música popular, un cirujano de nuestras tristezas, un chamán para nuestros desconsuelos. Aquel anochecer de noviembre nos hicimos viejos de repente. Bebimos hasta perder el control. Aquel día de noviembre, el futbolín de nuestra vida perdió otro titular. Sus canciones ahí, valen para un roto del alma, para un descosido de las entrañas. Desde el fondo del penúltimo bar tres versos vuelven a desmadejarnos el corazón: «He muerto y he resucitado. Con mis cenizas un árbol he plantado, su fruto ha dado y desde hoy algo ha empezado».
Hace diez años, diez años tal día como hoy, ya de anochecida, en que nos hicimos viejísimos de repente, cuando en una calle del barrio, del suyo, del nuestro, del de casi todos, en Malasaña, calle del Espíritu Santo, Enrique Urquijo, alma, corazón y vida de Los Secretos durante tanto tiempo, de Los Problemas en las últimas temporadas, cruzaba su última frontera, solitario como casi siempre, a lomos del caballo de su desesperanza, perdido definitivamente el norte de su brújula y de sus días, ese norte que buscó sobre un escenario, y luego al bajarse (jamás fue vulgar, jamás) en el amor, en las canciones, esas canciones que siempre parecieron costurones en su vida y en la nuestra.
El alma agonizanteEn los garitos de aquellas madrugadas, cuando el cuerpo (y el alma, sobre todo el alma) de la «movida» ya agonizaba, nadie decía una mala palabra de Enrique, sólo alguien de vez en cuando le reprendía en voz alta por no cuidarse y amarse lo que todos habríamos querido. Pero Enrique (sobre)vivía, escribía, componía y amaba así, con la frente marchita y los sentimientos en carne viva, los estribillos a flor de piel. Parecía que se dejaba las entrañas en cada estrofa, en cada verso, como si fuese a ser la última, cuando menos, la penúltima, como si cada rima fuese para Canito, para su hija María («¡Agárrate fuerte a mí María, que esta noche es la más fría, Y no consigo dormir!»), para los amores que se fueron y que nunca ya más volverían, ¿verdad buena chica?.
Podía subirse a las tablas en estado de coma, y no había manera de encontrar un punto, ni siquiera suspensivo, por más que sus compañeros de Los Secretos, Jesús, Ramón, Juanjo y su hermano Álvaro lo intentaran, e intentaran. Como intentan ahora rendirle homenaje, diez años después, en cada concierto. Podía desaparecer en cualquier calleja oscura, en cualquier bareto de cualquier ciudad en mitad de una gira. Podía cundir el pánico (y a veces cundía) y olvidaba una, dos, tres letras. Podía chalar un buen rato con el Príncipe Felipe (en el Honky) y llamarle Juan Carlos todo el rato. Pero era un compositor exigente, un músico minucioso, un buen colega, aunque de vez en cuando anduviese por las nubes, por sus nubes, tan parecidas a las del amigo Antonio Vega.
Y aunque muchas veces parecía que se iba a desplomar si el viento arreciaba, amaba el deporte, el aire libre, los niños. Pero viéndole grabar con Los Problemas (vaya nombre, luego dicen que era un triste) apreciabas al músico atento, al profesional que todas las caza al vuelo y que es capaz de poner orden y concierto en una banda de doce colegas con solo un gesto. Buscó paraísos perdidos y si los encontró se perdió en ellos. Se lo jugó casi todo a una carta («Nada me importa saber si hicimos mal /por apostarnos la vida a un solo as», cantaba en «Corazones de cartón»), la de su música y su desconsuelo, que muchas veces fueron lo mismo. Pero fue un padrazo capaz de entrar en trance cuando Emmylou Harris puso su mano de reina del country sobre el vientre de su compañera, que esperaba a su hija María.
Fue una sombra que podías cruzarte por las madrugadas desasosegadoras y en bancarrota de Malasaña, podías verle en cualquier chiringo echándose un trago y emborronando una servilleta, que luego sería otra obra maestra, de ésas que te ponían el corazón en un puño. Una de ésas madrugadas fue la última. Hace hoy diez años. Tenía 39. Se fue uno de los más grandes compositores de nuestra música popular, un cirujano de nuestras tristezas, un chamán para nuestros desconsuelos. Aquel anochecer de noviembre nos hicimos viejos de repente. Bebimos hasta perder el control. Aquel día de noviembre, el futbolín de nuestra vida perdió otro titular. Sus canciones ahí, valen para un roto del alma, para un descosido de las entrañas. Desde el fondo del penúltimo bar tres versos vuelven a desmadejarnos el corazón: «He muerto y he resucitado. Con mis cenizas un árbol he plantado, su fruto ha dado y desde hoy algo ha empezado».
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